En esta serie fotográfica, se explora la figura femenina desde una estética de la sombra. El punto de partida es un gesto reconocible —el rostro enmarcado por las manos— que remite al retrato de María Callas, pero la referencia se disuelve rápidamente. Aquí, la luz no revela: apenas roza. La imagen central, ubicada en la parte superior, no se muestra como ícono, sino como aparición. Es un retrato que surge desde adentro, no desde la luz. Un gesto contenido, pero ineludible. Un impulso inevitable de mostrarse, incluso cuando todo alrededor es oscuridad.
Frente a este gesto contenido, las flores actúan como contrapunto orgánico. Las dos superiores —una hacia la derecha, otra hacia la izquierda— no solo enmarcan la figura central; actúan como figuras espejadas que aportan dirección, respiración y cadencia visual. La elección de mostrar su reverso, donde el tallo se curva para revelar la base del cáliz, no es accidental. Se nos ofrece una perspectiva íntima, casi privada: no vemos flores en pose, sino flores que giran, que se inclinan, que sugieren. Esto se siente más honesto, más íntimo, menos performativo. Como si se nos permitiera presenciar algo que no estaba destinado a mostrarse.
Mientras los retratos forman un triángulo descendente, las flores trazan uno ascendente. Esta tensión sostiene el ritmo: la figura se contiene, las flores se expanden. En la parte inferior, un racimo de flores rojas —más visceral, explosivo— actúa como anclaje emocional. Si el rostro representa lo humano y estructurado, esta floración encarna lo orgánico, lo impulsivo, lo incontenible.
“María” propone una reflexión visual sobre la contención, la vulnerabilidad y el gesto de aparecer. Una obra donde lo femenino se afirma sin estridencia, y donde la sombra no es ausencia, sino origen fértil.